Foto d'Oriol Maspons
Caminan lentamente sobre
un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de
septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de
guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de
Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un
barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha
terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta
interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda
amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la
acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas
celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos
cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro
y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas,
agazapado en espera del amanecer.
El melancólico
embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la
aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la
bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde
archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas
desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún
que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de
confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera
brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de
cañaveral.
La solitaria pareja es
extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el
joven (pantalón tejano, zapatillas de basquet, niki negro con una
arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el
brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa de falda
acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la
melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se
alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la
calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima
esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual
solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es
dado gozar en sueños. Se miran a los ojos. Están llegando al
automóvil, un “Floride” blanco. Súbitamente, un viento húmedo
dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es
el primer viento del otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin
del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre
los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies
con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por
completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se
buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega,
ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan
esperando que esa confusión acabe, en una actitud hierática,
dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados
en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como
un torbellino.
Juan Marsé. Últimas tardes con
Teresa. 1966.
Recordant a Marsé al final d'aquestes vacances d'estiu del 2016. Dues tardes d'agost vaig pujar al Carmel per cuidar d'en Silver, el gat d'uns amics que hi viuen i havien marxat uns dies a l'estranger.
I un altre dia d'agost també vaig tornar al Carmel, aquesta vegada convidat a un dinar familiar. Va ser a un pis amb unes vistes privilegiades, en un bloc de pisos sobre un terreny esglaonat a la muntanya que, fa pocs anys, ocupava només un hort i una caseta. La caseta de l'hort on hi havíem celebrat un parell de festes amb els amics quan estudiavem a la universitat. Bons records que m'omplen d'alegria i malenconia, de confeti i serpentines.
I un altre dia d'agost també vaig tornar al Carmel, aquesta vegada convidat a un dinar familiar. Va ser a un pis amb unes vistes privilegiades, en un bloc de pisos sobre un terreny esglaonat a la muntanya que, fa pocs anys, ocupava només un hort i una caseta. La caseta de l'hort on hi havíem celebrat un parell de festes amb els amics quan estudiavem a la universitat. Bons records que m'omplen d'alegria i malenconia, de confeti i serpentines.
4 comentaris:
M'has provocat una certa melangia. El final de les vacances, les tardes de lectura, les passejades literàries, els turons per on s'enfila la ciutat, el laberint urbà i cultural, el Delicias, els amors impossibles, les festes, els horts desapareguts... La constatació que la sorra de la platja s'escola entre els dits.
Però no ens deixarem vèncer, Enric! Amb unes canyes i unes tapes del Delicias (que encara aguanta allà dalt), segur que tot es veu diferent, molt millor!
A pesar de no haber conocido el Carmel hasta mi adolescencia, fijado está en mi memoria emocional gracias a "Últimas tardes con Teresa".
Bueno, eso y las visitas a la casa de nuestra amiga en común.
Pues viniendo yo tambíen de fuera de Barcelona, Insonrible, me pareció que el pijoaparte de pueblo también exisistió, sobre todo en la Costa Brava de los años 60-70, entre veraneantes guiris y famílias bien de Barcelona. Igual ahí está parte de la grandeza de la novela de Marsé, de lo local del Carmelo a cualquier sitio.
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